Lunes diecinueve de marzo. Me despertó el viento, sin apenas abrir del todo los ojos me acerqué a la ventana, y através del viselado del cristal, los árboles se inclinan, la niebla choca contra todo. Amanece un día de perros flacos, como decimos acá.
Un estruendo y una luz potentísima me atemoriza. Un rayo, una tormenta. El cielo abre su compuertas y bascula al instante una cortina de granizo. Qué bonito, qué miedo. Sólo pienso en cómo abandonar la cabaña.
Ahora nieva, nieva y escribo el titubeo en que estoy metida. Todo se cubre de blanco, en apenas unos minutos el verde es blanco.
Preparo el desayuno, y vuelta a la cama. El temporal arrecia y no parece haber visos de receso.
Cerca de la una, los rayos del sol se estiran y alcanzan la pequeña ventana. Atizo la cocina, las maderas del cesto se van terminando. Tengo miedo a salir.
Parece que alguien llama a la puerta. Es una falsa impresión. El viento estresante golpea fuerte.
Hay comida italiana. Spaguetti, filloas rellenas, que se preparan en doce minutos. Son las cinco, hay que marchar. La estancia no termina como empezó.
El celular no tiene cobertura, el camino apenas se distingue. Ya no nieva, pero hace muy frío. El descenso me permite ver el pueblo. Allá está el auto, allá está mi vuelta a casa. Al fin.
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